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Arturo Morales Campos • Karina Lizeth Chávez Rojas
Dicere • ISSN 2954-369X • DOI: https://doi.org/10.35830/dc.vi4.92
otra.
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Esta simple denición plantea cuestiones
profundas y, hasta cierto punto, contraintuitivas.
Veamos algunas de ellas.
Dos personas, más o menos de la misma
edad, escuchan el motor de un auto. Una de
ellas puede identicar, por decir, la clase de
motor: cilindraje, tipo de combustible que usa
(gasolina o diésel); además, puede identicar
alguna falla mecánica: uno de los cilindros no
está funcionando correctamente. La otra per-
sona, por su parte, sólo acierta a decir que lo
que oye es un motor en funcionamiento y nada
más. ¿Por qué, si el fenómeno es el mismo para
ambas personas, la percepción no es la misma?
En principio, hay una gran diferencia, en este
caso, entre ‘oír’ y ‘percibir’. Aunque los dos
sujetos tengan la misma capacidad auditiva,
no tienen la misma preparación o competen
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cia cultural. El primero ha tenido un mayor
contacto (práctico y/o teórico) con la mecá-
nica automotriz, por lo que es más sensible a
casos como el descrito, factor ausente o un tanto
ausente en el segundo. Así, lo que un sujeto oye
“depende en parte de su experiencia pasada, su
conocimiento y sus expectativas”;
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nosotros
sumaríamos el contexto y las circunstancias del
fenómeno, pues uno de los dos sujetos puede
estar bajo un estado que altere su percepción
(positiva o negativamente), el ambiente puede
estar enrarecido (lleno de otros ruidos u otros
distractores), etc.
Lo anterior, además, implica una distan-
cia, casi insalvable, existente entre el objeto de
conocimiento y el sujeto de la experiencia: la
percepción auditiva de cada sujeto está en lugar
del motor. En consecuencia, podemos formular
la siguiente hipótesis: “no nos es posible esta-
blecer un contacto directo con los elementos que
nos rodean, pues siempre habrá una mediación
biológica (corporal) y cultural (cognitiva)”, es
decir, nuestras limitadas capacidades físicas son
parte de la causa de lo que percibimos, además,
“otra parte muy importante de esa causa está
constituida por el estado interno de nuestras
mentes o cerebros, el cual dependerá eviden-
temente de nuestra educación cultural, nuestro
conocimiento, nuestras expectativas, etc.”
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Pensemos en, por ejemplo, un mapa: no po-
demos decir que el mapa es el territorio, sino,
tan sólo, un modelo que substituye, hasta cierto
punto, dicho territorio. Si nos internamos en
el país, modelizado por dicho mapa, las expe-
riencias serán radicalmente diferentes a las que
tendremos al observar el mapa.
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La función substitutiva de los signos puede
entenderse a partir de lo anterior, sin embargo,
nos gustaría reforzar la distancia entre un signo
y el objeto que desencadena una acción cogni-
tiva (lo cual abonará al objetivo del presente
apartado). La distancia propuesta es, a su vez,
un efecto de dicha función substitutiva.
Imaginemos un perro cualquiera que está
delante de nosotros. En inicio, lo reconocemos
bajo el concepto genérico ‘perro’. Éste es un
primer y muy general signo que se coloca en-
tre nosotros y el perro. Por ello es que, a raíz
del uso de ese signo, decimos que se ha esta-
blecido un distanciamiento entre el perro en
sí y nosotros: ignoramos, si es que existe, su
nombre “natural”
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que nos permita designarlo
“denitivamente”. El concepto con el que lo
reconocemos ya nos coloca ante ese ser en una
manera especíca (ideológica); por ejemplo, lo
tratamos como a un animal. Ahora bien, si he-
mos pasado momentos desagradables con perros
extraños, el perro pasa a ser signo de ‘peligro’;
si somos amantes de los perros, lo entenderemos
como ‘amigo’, ‘posible mascota’, etc. Veamos
cómo la distancia crece cada vez más: “¿quién
podría armar que lo que ve es absolutamente
lo que es?, ¿cómo?, si somos portadores de una
historia experiencial que nos lleva a construir
signicados [signos] acerca de las cosas.
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La cultura, a pesar de las problemáticas
anteriores, establece puntos de contacto en una
sociedad determinada, no obstante, las concor-
dancias no son, en manera alguna, estáticas.